domingo, 24 de enero de 2010

LA CASITA DE COLORES (relato)

LA CASITA DE COLORES

Cuando la ví supe que era la casa de mis sueños. Con una inmensa terraza, situada frente al mar, la casa emergía sobre la arena de la playa como el tridente de Neptuno. No podía imaginar que una casita tuviese aquel aspecto de juguete recién comprado. Rodeada por un hermoso jardín parecía ser el escenario perfecto para vivir un cuento de hadas.
Las dos puertas y las cuatro ventanas de la casa estaban pintadas de un color azul sorpresa mientras el color de la fachada era amarillo, un amarillo intenso como los rayos de sol que la bañaban cada día. La teja roja del tejado terminaba dándole al conjunto una idílica imagen de postal para turistas: el azul del mar, el blanco del oleaje, el ocre de la arena de la playa, el verde del jardín, el azul del cielo… y la casita de colores erguida en medio. Toda una tentación para cualquier aficionado a la fotografía.
Algún tiempo después supe que la casa permanecía tal y como la dejaron los anteriores propietarios, una pareja de jubilados alemanes que por culpa del alzheimer regresaron a Frankfurt. Desde entonces un enorme letrero colocado en el jardín y escrito en varios idiomas anunciaba que se vendía o se alquilaba. Pero así lleva varios años. Y os puedo asegurar que es muy triste contemplar una casa deshabitada. En esta vida no hay momento más triste que cuando tienes que abandonar tu casa. Ya que una casa deshabitada es siempre un sueño roto o una esperanza perdida.
Durante varios meses estuve observando aquella casa. Llegué incluso a llevarme algunos objetos de su jardín, a los que olía con fruición igual que si fuera un fetichista empedernido. Fue así como supe la historia más íntima de aquella casa. Cada cierto tiempo se acercaba hasta ella un jardinero cojo que mantenía a raya las malas hierbas y permitía que el jardín brillara como correspondía según la estación del año. Era un hombre charlatán que guardaba cierto parecido físico con Ernest Heminway. En sus ojos cansados se podía masticar el paso del tiempo y la nostalgia de un pasado glorioso. Cuando conocía a alguien lo primero que hacía era contarle cómo quedó cojo por culpa de un toro llamado Malahierba. Quizá fue por eso por lo que se hizo jardinero, para vengarse de alguna manera de aquel toro del diablo. Tenía entonces veintiún años y era la tercera vez que corría los San Fermines. ¡Qué tiempos aquellos! -repetía una y otra vez sin dejar de suspirar.
Por las mañanas, frente a la casa, en la arena de la playa, los jubilados jugaban a la petanca. Y por las noches, sobre todo en verano, el jardín de la casa era testigo y a veces refugio de excitantes escarceos amorosos de parejas adolescentes y de turistas noctámbulos. Incluso a veces se convertía en la pista de baile de algún botellón improvisado.
Cuando se sentía habitada la casa parecía sonreír. Sus colores brillaban con más intensidad y la luz que la circundaba se tornaba en un manantial de emociones y sentimientos. Los vecinos más cercanos aún hoy murmuran que la casa tiene vida propia, que es un lugar mágico para corazones puros. Pero es en la noche de San Juan cuando la casa se vuelve loca y disfruta como una niña con vestido nuevo. Esa noche la playa se llena de hogueras y el paseo marítimo, como si fuera un nido de golondrinas, es un incesante ir y venir de gente feliz que hace eterna la noche más corta del año.
Angelitas, la agente inmobiliaria que se encarga de enseñar la casa cuando aparece algún cliente es una mujer morena y muy bien vestida. Tiene treinta y cinco años y todavía vive con sus padres porque la comodidad hace tiempo que se apoderó de ella. De vez en cuando se refugia en la casita de colores para dar rienda suelta a su pasión más desenfrenada y lujuriosa con un novio culturista que se ha echado por internet.
El último interesado que visitó la casa con la intención de alquilarla fue un médico naturista. Con gafas y calvo tenía más aspecto de notario que de médico. Quería usar una parte de la casa como consulta y la otra como residencia familiar. Pero aconsejado por su esposa cambió de idea y al final decidieron irse a vivir a un ático cerca del casco histórico. Que según su señora era donde residían las familias más acomodadas.
Quienes viven allí (en la mágica casita de colores) como auténticos ocupas, como marajás de la paz y el sosiego, alejados del estrés y los prejuicios, son una gatita que se cuela en la casa cuando quiere y que mantiene el jardín y sus alrededores a raya de ratas y ratones. Y es allí donde ha traído al mundo a sus últimas camadas. Pero también hay un nido de golondrinas en la cornisa, un hormiguero en el porche y una tupida telaraña en la bodega donde aún se guardan algunos excelentes vinos.
Cuando paseas por delante de la casa sientes en lo más hondo de ti que el tiempo se detiene y la vida se alarga. Y es que no hay nada más importante que se le pueda pedir a un hogar que ser feliz entre sus cuatro paredes.





Autor Custodio Tejada