domingo, 22 de abril de 2018

ORDESA de Manuel Vilas. Editorial Alfaguara.


ORDESA de Manuel Vilas. Editorial Alfaguara. 387 páginas, 157 capítulos-reflexiones-recuerdos y un epílogo de once poemas titulado: “La familia y la Historia”.



ORDESA de Manuel Vilas. Editorial Alfaguara. 387 páginas, 157 capítulos-reflexiones-recuerdos y un epílogo de once poemas titulado: “La familia y la Historia”.

            Dice por ahí José Luis García Martín que “cuando hablamos de los demás, hablamos de nosotros mismos” y viceversa añadiría yo. Y desde esta óptica se podría enfocar tanto la lectura de Ordesa como la de esta opinión de lector.

            Después de leer Ordesa es fácil quedarse sin palabras, porque solo te apetece oír su música y porque lo que se tenía que decir del libro ya lo ha dicho el propio Manuel Vilas, su autor, y ante el cual, el lector asiste como un mero testigo que al final se vuelve también cómplice. Incluso uno llega a pensar que ante “la vanidad de las conversaciones, la vanidad del que habla, la vanidad del que contesta” –como nos dice en la página 9, lo mejor es callar, guardar silencio y asentir con la cabeza para darle la razón en una simbiosis absoluta, simbiosis que te conduce a tu Ordesa particular y a tu Monte Perdido propio, ya que Ordesa es un reguero de pisadas que llevan y traen a Manuel Vilas de su yo al nosotros y viceversa.

            Manuel Vilas, desde su teoría literaria, nos dice en una entrevista que “el sueño de todo escritor es trasladar todo el flujo de la vida al flujo de las páginas” y eso es lo que él ha hecho en su libro. Sara Mesa apunta en la contraportada que “escrito a ratos desde el desgarro, y siempre desde la emoción, este libro es la crónica íntima de la España de las últimas décadas”.

            Una cita de la letra de una canción de Violeta Parra abre el libro, y un color lo envuelve de cabo a rabo: el amarillo, color que asigna a la memoria y al paso del tiempo, y que es en definitiva el color supurante del libro. Podríamos definir este libro como “un estado mental que es un lugar: Ordesa. Y también un color: el amarillo” –escribe el propio Vilas en la página 11, como reflejo del “dolor, de la inconsistencia, o el rencor”. Amarillo es el color de los rastrojos, y eso es lo que nos presenta Ordesa, los rastrojos de una vida incendiada en 157 capítulos-recuerdos y un epílogo con once poemas largos titulado “La familia y la Historia”, y donde todos “se irán muriendo” porque “los muertos son la intemperie del pasado que llega al presente desde un aullido enamorado” –nos confiesa en la página 125. Una muerte entendida como liberación siempre, “porque si alguien alguna vez ha de echarles una mano, serán los muertos quienes se las echen” –dice en la página 52. Y en la 213 nos dice que “el amarillo es el color que habla del pasado”.

            La voluntad de Manuel Vilas cuando narra la deja bien clara: “No me interesa enjuiciar lo que pasó, sino narrarlo o decirlo o celebrarlo” –manifiesta en la página 18. En sus renglones transcurre “la catarata de la vida, agua que está corriendo todo el rato, mientras enloquecemos” con su lectura –advierte en la 19, porque él busca la verdad con este libro, su verdad, y “la verdad es tu padre y tu madre” –dice en la página 31. Y aunque nos desvela que “de (mi) madre heredé el caos narrativo”, hay que decir que el suyo es un caos con mucho orden, con una línea argumental muy bien definida (sus padres), sujeta por los finísimos hilos de su sabiduría existencial, a pesar del “miedo a equivocarse, o miedo a meter la pata” que tiene el autor. No sigue una temporalidad biográfica, sino que va a saltos según su memoria y su interés narrativo. Va del pasado al presente, de una anécdota a otra sin seguir un orden estrictamente temporal, sino más bien sentimental. “Cuantos más paralelismos encuentre, más sagradas son la vida y la memoria” -281, y eso es lo que hace continuamente Vilas, buscar paralelismos entre el pasado y el presente, entre los padres y los hijos, entre lo familiar y lo social, entre la anécdota y la Historia, entre la palabra y la imagen, entre la realidad del recuerdo y la ficción de la realidad…  Porque le gusta “contemplar las cosas, la inesperada vacuidad de la cultura y de las palabras y de la realidad humana” -293. “Mi madre perseguía la estimación social, que se evaporó, y yo persigo la estimación literaria, que también se está evaporando” –nos dice en la página 313, y que resulta hasta cierto punto una “heterodoxa forma de libertad” y de una humildad magistral digna de alguien que se inmola en cada renglón.

            El libro se hace tumba, no nicho, sino el gran mausoleo de todos nosotros, que huye de la incineración quizá para compensar alguna deuda. Tumba con la que honra la memoria del autor y su época. “Las tumbas se inventaron para que la memoria de los vivos se refugiara en ellas” –dice en la página 32. En sus páginas hay renglones que restallan como aforismos o verdades reveladas y que iluminan durante unos segundos toda la oscuridad de la tinta. Y es a través de esos renglones –hechos máximas- la manera en que avanza la trama y penetra en sus personajes; así es como evoluciona el hilo conductor de los recuerdos, quizá como constatación de que la experiencia es el poso que queda de la vida en la memoria, la forma preferida de confesar su verdad al lector a la espera de una bendición absolutoria.

            El libro entero es una sinestesia que va de lo individual a lo colectivo y viceversa, un retrato particular que consigue definir a una época y a una sociedad. Y por tanto 157 capítulos y 11 poemas que se hacen bodegones de “la familia y de la Historia”, una especie de museo costumbrista que roza la exquisitez del vestigio.

            Una obra llena de guiños, al Quijote: “Vivo en la Avenida de Ranillas, en una ciudad del norte de España cuyo nombre no recuerdo ahora mismo”, a Teresa de Ávila, a Jesús de Nazaret, a Rimbaud, a Juan Goytisolo, a Kafka, a Hamlet, a T.S. Eliot … lo que intertextualiza la lectura y el contexto creativo del autor. Con una prosa diáfana y sencilla, plagada de oraciones simples consigue alcanzar la mística del instante y de la memoria como vías ascéticas llenas de clarividencia. Una obra reflexiva y auténtica que respira a modo de diario o de memorias y donde el autor nos deja en testamento su mundología. En Ordesa hay mucha poesía, filosofía, metáforas llenas de vértigo y testimonio histórico: “por eso hay en el rostro de Felipe VI una burbuja de sombra, y por eso hay en su mujer un murmullo de látigos” –podemos leer en la página 39. Páginas que se hacen documento de un archivo llamado Manuel Vilas, “este chico (que) lo hace bien” y que “ya ha cumplido los cincuenta años” y que “es un hombre que de vez en cuando alcanza ideas que están por encima de su clase social” –retrata en la página 42. Los adjetivos, elegidos concienzudamente, juegan un papel crucial, ya sean anudados a una corbata o sujetos a cualquier otro objeto o suceso, porque te ayudan a evolucionar en la lectura. Y es que él se hace “el portador oficial de las noticias…, el cartero, el notario” de la historia, la suya y la nuestra.

Ordesa es una casa encantada de reminiscencias y pensamientos donde Manuel Vilas actúa como médium. En él ves una vida, pero también una época; una biografía, pero también una épica. Una obra brutal que, convertida en un “cajón de recuerdos”, consigue aunar realidad y ficción en un relato que va más allá de la autobiografía, ya que como una sinestesia existencial hablando el autor de él mismo lo está haciendo de nosotros en una especie de alegoría, con las distancias y salvedades que cada lector quiera poner de por medio. Entre las páginas de Ordesa encontrarás ocho fotografías de camuflaje autobiográfico que atestiguan y dan fe del relato que el autor quiere transmitir, haciendo del seat 600 un templo de la nostalgia, por ejemplo, y a la vez convirtiéndolo en palio de muchas cabezas y personas que comparten similares recuerdos. Entrar en Ordesa es como entrar en cualquier casa española de nuestro pasado más reciente, es como entrar en nuestra propia casa y en nuestra propia familia, y leernos, a través de Manuel Vilas y sus vivencias, a nosotros mismos, por la multitud de paralelismos que encuentras. Ahí está la grandeza de Ordesa, en su proyección, en su refracción, que se hace y nos hace historia viva y contemporánea y a la vez relato literario.

“Si de algo me he dado cuenta en la vida es de que todos los hombres y las mujeres somos una sola existencia” –dice en la página 12, y eso es lo que consigue hacer el autor con los lectores, forjar una sola existencia con un único nexo, su libro, convertido en pan ácimo, en torno al cual la verdad, la suya, que es la nuestra, se hace testamento vital y documento historiográfico; lo mismo que hizo la novela Patria de Fernando Aramburu, de otra manera, por buscar otro paralelismo más de los que tanto le gusta a Manuel Vilas.

Conforme lees te vas adueñando del libro, o mejor el libro se va adueñando de ti, y en ese trueque descubres que compartes sus renglones quizá porque están convertidos en axiomas empíricos y hasta casi transformados en “verdades reveladas”. “Por muy mal que te vaya en la vida, siempre hay alguien que te envidia. Es una especie de sarcasmo cósmico.” –nos desvela en la página 13.

Un libro lleno de anécdotas que nos arrancan deliciosas sonrisas como cuando cuenta la de “soy tu padre” o habla de Moisés y la literatura, o solo existen la inmortalidad y la canción del verano, o el entierro de su tía Reme, o la que revela “lo que hemos sido casi todos” “pobres, pero con encanto”. Muchas son las páginas en las que te ves reflejado y con las que te identificas, al vivirlas como propias, ya que nos contagia su “don de ver las vidas” y su sentido del humor.

Manuel Vilas “no (cree) en los médicos, pero sí en las palabras” –afirma en la página 129, y es que éstas se convierten en placebos, más aún, en medicamentos para él; son, en cierta medida, sustancias que lo sanan y lo mantienen vivo a pesar de todos los muertos. Palabras que se convierten en drogas, y que ayudan a reconciliarse con uno mismo, lo mismo que hace el autor con el lenguaje. Vilas pone sonido a las palabras, se autoerige en Ulises de su memoria y de sus emociones, porque lo que hace el autor es un “viaje homérico”, como la placa con el nombre de su padre de fondo negro y hecha de cristal. Su libro es “un boomerang metafísico”, lírico y épico, con tintes de novela y de ensayo, de autobiografía y de ficción al mismo tiempo, de relatos y de poemas, en verso y en prosa y de crítica literaria. Libro ecléctico, torrencial, de aluvión.

Sabemos que la música activa ciertas partes de nuestro cerebro relacionadas con el aprendizaje y la memoria, entre otras. También nos riega, gracias a su beneficio sonoro, con dopamina y cortisol haciendo que la química mejore nuestro humor y ansiedad; además fortalece nuestro sistema inmunológico, alivia el dolor, nos ayuda a recordar y a tener emociones más positivas. En este libro la música también tiene su lugar y su magia. Aparte de las canciones del verano y del Dúo Dinámico o Julio Iglesias, los nombres se hacen música y las páginas son un concierto de sensaciones, partituras de una nostalgia existencial con ciertas dosis de remordimiento. Para Manuel Vilas, este autor esclavo de las sinestesias, la música del recuerdo es clásica y afectiva. A sus seres queridos, los que han significado algo para él, les ha asignado el nombre de un músico.  Así su padre es Bach y su madre Wagner, y a sus hijos los llama Bramhs y Vivaldi. A su tío Alberto le asigna Monteverdi, a su abuela la bautiza con el nombre de Cecilia, en honor a la patrona de la música. Otro tío paterno es Rachmaninov, su tío Mauricio es Händel, Herminio es Pergolesi, la tía Reme es María Callas y a un amigo lo nombra como Giusseppe Verdi. Y como guinda familiar, porque lo hace paralelamente suyo, al rey Felipe VI le da el apodo de Beethoven, y como espejo quizá se lo da también a sí mismo reforzando la unión más aún si cabe, al entrelazar el paralelismo entre la relación paterno-filial de Juan Carlos I y Felipe VI y la de Manuel Vilas y su padre. “Ya los he convertido en música, porque nuestros muertos han de transformarse en música y en belleza” –nos canta como un tenor en la página 220, o, “Sospeché que la música me sanaría, sentí el poder sanador de la música” “para llenar así de música la historia de mi vida” –apunta en la página 181. Una sinfonía de números y notas que campan por las páginas de Ordesa en busca de la función catártica que persigue el libro. “Se puede distinguir dos clases de música: la que canta y la que condena” –se afirma en la página 268, y aunque en el libro se oyen las dos, la que más fuerte suena y predomina es la que canta, la que celebra, la que da fe de la existencia. Es por eso por lo que el libro entero se ha convertido en una banda sonora o en un concierto. “Porque el pasado es también un rito de palabras y una forma de pronunciarlas” –dice en la página 260. Vilas se convierte en un experto taxidermista del lenguaje al convertir sus capítulos en animales disecados como trofeos de caza que adornan su memoria.

 “Si dejas de ser hijo, no eres nada”, y eso es nuestro autor, un hijo de su vida y de su historia, el hijo de una época, un tiempo y una geografía, y a nosotros –los lectores- nos hace hermanos suyos. “Una liturgia de hermanamiento” (página 199), eso es lo que hace con nosotros Manuel Vilas al escribir este libro, ya que “Ojalá pudiera medirse el dolor humano con números claros y no con palabras inciertas”, porque “nos une el dolor” (página70) y el amor –“ya que solo el amor tiene sentido”, y la lectura nos hace de su estirpe. Porque en realidad, Ordesa es “una gran obra artística creada con (nuestra) propia carnalidad y espiritualidad”, a modo de un tumor literario –descubrimos en la página 28. Se nos cuenta en la página 228 que “solo existen los seres queridos. Solo el amor”, y así es como conviertes al autor de este libro en alguien querido y familiar porque te ha abierto la puerta de muchas remembranzas propias y extrañas. Aunque “una cosa son las palabras de un libro, y otra las palabras de la vida” –nos dice Vilas metaliterariamente en la página 96, y que aquí en Ordesa parecen confluir ambas; “las dos son verdades”, pero “juntas fundan una mentira”, y ahí está la clave y el truco narrativo de esta ficción que nos propone Manuel Vilas y la forma en la que cierra el círculo-laberinto del libro, encadenando todos los conectores tanto literarios e históricos como biográficos. “Los libros no son vida, como mucho un adorno de la vida, y poco más que eso” –añade en la página 286. Y como la muerte es “algo que no tiene sonido” –susurra en la página 315, todos los ángulos muertos que tiene este libro nos llevan al silencio (un “silencio –que- salió tocado de música” –solfea en la página 154) a ese sonido de lo no dicho, que, en cierta medida complementa y abrocha la música que desprende Ordesa. Un libro donde se escucha “la música de los muertos” y con el que el autor ha encontrado “un lugar donde caerse muerto” -327- y eludir la soledad al encontrarse con todos nosotros, sus presentidos lectores. Y “como abolir el pasado es abyecto” por eso él lo preserva dentro de nosotros.

“Una relación que muere da origen a una lengua muerta” –dice en la página 78, renglón-aforismo que demuestra que la relación autor-lector da origen a una lengua única, muy viva y siempre distinta. En la página 113 se pregunta Vilas de una manera indeterminada si “¿valió la pena leer ese libro?”, y concretando en Ordesa yo digo que, una vez terminada su lectura, sí que valió la pena, porque “somos compositores de la música del olvido” –se dice en la página 276, y en eso es en lo que se ha convertido Manuel Vilas, en un compositor, y este libro es la gran partitura de una vida, su sinfonía Ordesa. Texto que se convierte en alegoría de una época y un territorio que va más allá de la metonimia y de la sinestesia, porque nos enseña que “la verdad es lo más interesante de la literatura” – se dice en la página 77, y así lo demuestra. “Que te espere alguien en algún sitio es el único sentido de la vida y el único éxito” –revela en la página 236, y ese paralelismo también lo descubres conforme lees, porque es un libro que espera al lector para entregarse a él en cuerpo y alma.

Custodio Tejada
Opiniones de lector
16 de abril 2018




ORDESA de Manuel Vilas. Editorial Alfaguara. 387 páginas, 157 capítulos-reflexiones-recuerdos y un epílogo de once poemas titulado: “La familia y la Historia”.