lunes, 3 de mayo de 2010

A DUERMEVELA (relato)

A DUERMEVELA

El tiempo se había detenido como un animal disecado. Todos los relojes marcaban la misma hora. Inmóviles, las agujas infectadas de afonía acentuaban la sensación de incertidumbre. Sólo una voz metálica interrumpía el silencio sepulcral de la noche.

-La muerte no es el final, querido amigo. Al contrario, es el comienzo de una trepidante aventura que te coloca de nuevo en el epicentro del Universo, justo en el corazón del Big Bang. No temas la muerte. No te aferres a esta vida efímera. No creas a pies juntillas las verdades que has aprendido tal y como te las han enseñado los cinco sentidos que ahora tienes. La muerte es sólo un medio de transporte. El faro que orienta en la oscuridad. Al otro lado te aguardan nuevas dimensiones, múltiples y refinados sentidos que te permitirán alcanzar una sabiduría más exacta acerca de todo lo creado. Cuando cruces el puente que te separa de la eternidad descubrirás otros sentimientos mucho más adictivos. El Cosmos entero se postrará a tus pies para siempre.

-¿Quién eres? ¿Dónde estás? - Dijo Gabriel tragando saliva con dificultad y frotándose las manos con nerviosismo.

- Yo soy la luz que ilumina cada mañana y la sombra que oscurece cada tarde. Soy la materia y también el espíritu. Soy todo y nada al mismo tiempo. La fe y la duda. El antes y el después. La voz y el silencio. Soy la casa y quien la habita. Estoy aquí y allá. Dentro de ti y también fuera. En todas partes puedes encontrarme y en ninguna. Puedes verme en el jardín y en el trastero, en el camino y en la posada. Estoy cuando quieres verme y cuando no. En cualquier lugar mi presencia y mi ausencia te sirven de cobijo por igual.

- ¿Qué quieres de mí? ¿Por qué soy el único que puede oírte? ¿Qué hago metido aquí dentro? - Gritó Gabriel mientras la desesperación se apoderó de él.

- Vete, vete y no mires atrás porque todavía no ha llegado tu hora.

Sobresaltado, preso de la taquicardia y con la adrenalina desbordándose por cada poro de su piel abrió los ojos de golpe. Una brisa fresca atravesó la estancia y aquel resplandor desapareció. La voz cesó y aquel bienestar incómodo pero a la vez excitante dio paso a una tranquilidad extrema, casi irreverente.

Entretanto, en la sala número tres del tanatorio municipal, todos los familiares dormían mientras el único que parecía despierto era el difunto.

Autor del relato Custodio Tejada