EL
CUARTO DEL SIROCO de Álvaro Valverde. Tusquets Editores – Nuevos textos
sagrados. 75 poemas y 173 páginas, con una dedicatoria que abre el libro, un
prólogo “La stanza dello Scirocco” del propio autor, tres citas iniciales (de
Kenneth Koch, Anne Carso y Emily Dickinson) y una nota final “Notas,
agradecimientos y dedicatorias”.
EL
CUARTO DEL SIROCO de Álvaro Valverde. Tusquets Editores – Nuevos textos
sagrados. 75 poemas y 173 páginas, con una dedicatoria que abre el libro, un
prólogo “La stanza dello Scirocco” del propio autor, tres citas iniciales (de
Kenneth Koch, Anne Carso y Emily Dickinson) y una nota final “Notas,
agradecimientos y dedicatorias”.
No hay nada mejor que un buen libro de poesía para pasar
una tarde de otoño sentado al brasero, aunque comentan por ahí en las redes que
la poesía sólo la leen los poetas. Yo discrepo, pero si es así, ellos se lo
pierden, los lectores digo. Al emitir un juicio también nos exponemos a ser
juzgados al alimón. Así que mi opinión, lejos de la pretenciosidad, por la
parte que le toca, con sus aciertos y carencias, humildemente sólo pretende
eso, ser un simple punto de vista lector que se comparte sin más pretensión.
Antes de abrir sus páginas, ya el título “El cuarto del
siroco” te predispone para entrar en una estancia. Y toda estancia contiene un
mobiliario y una vida repleta de historias, de muros, de pasillos, de rincones
y ventanas que se asoman a un mundo evocador por lo que tienen dentro y lo que
ven afuera. La sinopsis del libro nos allana el camino de entrada y es en las
solapas donde nos encontramos con las primeras valoraciones que introducen al
autor, las de Fernando Aramburu, Gonzalo Hidalgo Bayal y Francisco Javier
Irazoki. En otras latitudes, Túa Blesa nos dice que la poesía de Álvaro
Valverde es una “poesía eminentemente meditativa”, y que “Ese es el siroco, el
grito del mundo, la pesadumbre de los acontecimientos, el sufrimiento de las
gentes, “el horror de la historia”, lo que la vida trae a cada momento. De todo
ese siroco, los poemas de Valverde son el cuarto en el que no oír todo ello y
encontrar la salvación”. Juan Domingo Fernández añade: “Es la voz madura,
natural, de un poeta sin otros énfasis que los de la emoción y la belleza”. Y
Javier Morales completa que “el cuidado del lenguaje, la búsqueda de la palabra
precisa, la austeridad, tan presentes en su poesía, guardan una estrecha
relación con la mirada que tiene Valverde hacia la naturaleza”. El propio autor
nos confiesa que “En el paisaje siempre encuentro motivos de inspiración”, y
añado yo que también en los libros, que son en cierta medida otro tipo de
paisajes por los que también pasea con idéntico asombro. También nos advierte
que es su libro “menos unitario, y con latidos “in memoriam”. Con estas mimbres
apadrinando el libro te descalzas con la intención de entrar en él sin armar
demasiado ruido y no hacer ningún estropicio.
El paisaje, en este libro, relata el discurrir de la
escritura y los paseos de Álvaro Valverde a la vez que evoca el “Elogio de la
pérdida” hecha testimonio, memoria y fe de vida. Como él mismo nos anuncia, es
su poética “como el agua, metáfora y verdad” al mismo tiempo. El autor, en
búsqueda constante del poema, “busca luz donde la noche/ enciende su memoria de
infinito”, porque es el pasado el sendero que “marca la dirección” de sus renglones
y de sus huellas.
La atmósfera del libro resulta en algún modo enigmática,
donde el amor (a las personas o al territorio), tema principal que sustenta
toda la arquitectura del libro, consigue transmutar la desazón en sosiego. “El
cuarto del siroco” podría entenderse como un lugar lleno referencias y
connotaciones, de recuerdos e intertextualidades que “viven hacia dentro”,
hacia la melancolía y el agradecimiento. Álvaro Valverde, “un poeta necesario”
como se nos advierte en la solapa, elige “ser un hombre, sólo alguien/ que
funda su destino”, que nos deja sus certezas y su poesía como un itinerario por
el que transitar los paisajes físicos, lingüísticos y de pensamiento que tienen
sus versos. Nos deja sus interiores casi convertidos en bodegones, en écfrasis
de sí mismo, a modo de un peculiar Vilhelm Hammershoi que pinta su alma con
palabras, que llena sus poemas de naturalezas vivas y muertas. Sus versos son
vestigios que nos llevan más allá de los propios versos, nos conducen a “las
conversaciones que allí duermen” “para dar(nos) noticias” de una belleza
desconchada que habita en la memoria convertida en terreno casi de la
ensoñación.
Las hojas del libro, no siempre escritas por su haz y su
envés, nos hacen viajar a través de las palabras, por el espacio y por el
tiempo teñidos de evocaciones, reflexiones y nostalgias. Y es que su lectura si
es algo es precisamente eso, un viaje, un recorrido geográfico (físico y
humano) que nos lleva por un itinerario que no siempre tiene que ser el mismo
para cada lector. Cada libro atesora un mapa de significados, de nombres, de
lugares, de remembranzas, de emociones… Y “El cuarto del siroco” no iba a ser menos,
es un viaje fascinante que nos lleva de un lugar a otro, de un ser a otro, de
un tiempo a otro tiempo, podría decirse que por arte y gracia del lenguaje:
Azuaga, Sicilia, Extremadura, La Habana, Ginebra, Lisboa, París, Babel,
Esciros, Troya, Boston, Belgrado, Cáceres, Valladolid, Madrid, Mallorca,
Trujillo, Évora, Wamel, Tierra Santa, Tánger, Pompeya, Kardamili, Plasencia… A
modo de deudas o influencias, o al menos de ciertas admiraciones, una pequeña
multitud de nombres siembran estas páginas, ya sea en forma de citas,
menciones, dedicatorias o simples referencias. Así pasan ante nuestros ojos
nombres como Miguel Hernández, Wallace Stevens, Vladimir Holan, Andrzej
Stasiuk, Leopardi, Leonardo Sciascia, Lucio Piccolo, Joan Vinyoli, Luis
Landero, Ricardo Piglia, María Zambrano, Laffón, Juan Ramón, Wislawa
Szymborska. Antonio Colinas, Jiménez Lozano, Arcipreste de Hita, Sophia de
Mello Breyner, Job, Aquiles, Ulises, Barba Corsini y Walter Gropius, Spinoza…
Nombres todos que, colocados juntos, nos dan una idea de la enorme
intertextualidad que yace en este poemario, de la cantidad de connotaciones y
vasos comunicantes que ofrecen sus versos convertidos en calles y senderos,
incluso metaliterarios. Además de otra retahíla de nombres de amigos y
familiares que dan sentido al amor y que cierra el círculo del poemario, que
están ahí y le “acompañan/. No sería el mismo sin tenerlos” –nos confiesa en la
página 146, también añade que “Sólo los libros/ me sirven de consuelo/ en estos
interiores donde habita/ la sombra y la penumbra”.
Endecasílabos y heptasílabos, fundamentalmente, son las
partituras que acompasan sus poemas, el ritmo tan elegante y armonioso que mece
la lectura y que le da una cierta musicalidad de cantata. Poemas más extensos
se entrelazan con otros más cortos, unos más narrativos o en prosa poética dan
paso a otros más líricos y fulminantes que rozan casi lo aforístico; aunque en
todos brilla lo enigmático y en todos fluye cierto misterio que solo se desvela
en el paisaje físico y de pensamiento que todo lo envuelve como una especie de
cobijo secreto, sabiendo que el paisaje, en cierta medida, nos inventa, nos
interpreta y nos protege.
En
definitiva, como si fuera un gran arquitecto que construye su edificio con
palabras, lo que nuestro autor pretende y ha conseguido notablemente es
humanizar, emocionar a través de un libro excelente de buena poesía, o sea
“construir/ (una casa sencilla) para hacer habitable/ nuestra vida compleja/” pg56
colocando las personas y los lugares justo en el centro de esa estancia, porque
al final descubres, como lector, que también “es éste tu lugar./ Tú eres de
él”. Y ahí sucede la gran metamorfosis que en el libro aguarda, entre paisaje y
alma, entre autor y lector, con los agradecimientos y dedicatorias que abrochan
y cierran el libro y la vida del poeta.
Porque
qué es “El cuarto del siroco” sino una constatación “acerca de lugares… donde
la muerte/ simplemente es más lenta”, una habitación con vistas llena de
remembranzas y diálogos, de nombres y de libros, de poemas cada uno con su
brisa y su viento acariciando el rostro del lector que abre sus páginas en
busca de un refugio donde cobijarse, un vaso de agua que nos quita la sed o un
viaje, una forma de huir de la intemperie, “voces…/ que han quedado prendidas/
de un recuerdo del eco”, en suma. Y como añadiría el propio Álvaro Valverde,
“Ante este paisaje/ sólo resta callar”, y leer para disfrutar de la alta poesía
y de la lección contemplativa-meditativa que el libro ofrece.
Custodio Tejada
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