martes, 27 de noviembre de 2018

EL CUARTO DEL SIROCO de Álvaro Valverde


EL CUARTO DEL SIROCO de Álvaro Valverde. Tusquets Editores – Nuevos textos sagrados. 75 poemas y 173 páginas, con una dedicatoria que abre el libro, un prólogo “La stanza dello Scirocco” del propio autor, tres citas iniciales (de Kenneth Koch, Anne Carso y Emily Dickinson) y una nota final “Notas, agradecimientos y dedicatorias”.





EL CUARTO DEL SIROCO de Álvaro Valverde. Tusquets Editores – Nuevos textos sagrados. 75 poemas y 173 páginas, con una dedicatoria que abre el libro, un prólogo “La stanza dello Scirocco” del propio autor, tres citas iniciales (de Kenneth Koch, Anne Carso y Emily Dickinson) y una nota final “Notas, agradecimientos y dedicatorias”.


            No hay nada mejor que un buen libro de poesía para pasar una tarde de otoño sentado al brasero, aunque comentan por ahí en las redes que la poesía sólo la leen los poetas. Yo discrepo, pero si es así, ellos se lo pierden, los lectores digo. Al emitir un juicio también nos exponemos a ser juzgados al alimón. Así que mi opinión, lejos de la pretenciosidad, por la parte que le toca, con sus aciertos y carencias, humildemente sólo pretende eso, ser un simple punto de vista lector que se comparte sin más pretensión.

            Antes de abrir sus páginas, ya el título “El cuarto del siroco” te predispone para entrar en una estancia. Y toda estancia contiene un mobiliario y una vida repleta de historias, de muros, de pasillos, de rincones y ventanas que se asoman a un mundo evocador por lo que tienen dentro y lo que ven afuera. La sinopsis del libro nos allana el camino de entrada y es en las solapas donde nos encontramos con las primeras valoraciones que introducen al autor, las de Fernando Aramburu, Gonzalo Hidalgo Bayal y Francisco Javier Irazoki. En otras latitudes, Túa Blesa nos dice que la poesía de Álvaro Valverde es una “poesía eminentemente meditativa”, y que “Ese es el siroco, el grito del mundo, la pesadumbre de los acontecimientos, el sufrimiento de las gentes, “el horror de la historia”, lo que la vida trae a cada momento. De todo ese siroco, los poemas de Valverde son el cuarto en el que no oír todo ello y encontrar la salvación”. Juan Domingo Fernández añade: “Es la voz madura, natural, de un poeta sin otros énfasis que los de la emoción y la belleza”. Y Javier Morales completa que “el cuidado del lenguaje, la búsqueda de la palabra precisa, la austeridad, tan presentes en su poesía, guardan una estrecha relación con la mirada que tiene Valverde hacia la naturaleza”. El propio autor nos confiesa que “En el paisaje siempre encuentro motivos de inspiración”, y añado yo que también en los libros, que son en cierta medida otro tipo de paisajes por los que también pasea con idéntico asombro. También nos advierte que es su libro “menos unitario, y con latidos “in memoriam”. Con estas mimbres apadrinando el libro te descalzas con la intención de entrar en él sin armar demasiado ruido y no hacer ningún estropicio.

            El paisaje, en este libro, relata el discurrir de la escritura y los paseos de Álvaro Valverde a la vez que evoca el “Elogio de la pérdida” hecha testimonio, memoria y fe de vida. Como él mismo nos anuncia, es su poética “como el agua, metáfora y verdad” al mismo tiempo. El autor, en búsqueda constante del poema, “busca luz donde la noche/ enciende su memoria de infinito”, porque es el pasado el sendero que “marca la dirección” de sus renglones y de sus huellas.

            La atmósfera del libro resulta en algún modo enigmática, donde el amor (a las personas o al territorio), tema principal que sustenta toda la arquitectura del libro, consigue transmutar la desazón en sosiego. “El cuarto del siroco” podría entenderse como un lugar lleno referencias y connotaciones, de recuerdos e intertextualidades que “viven hacia dentro”, hacia la melancolía y el agradecimiento. Álvaro Valverde, “un poeta necesario” como se nos advierte en la solapa, elige “ser un hombre, sólo alguien/ que funda su destino”, que nos deja sus certezas y su poesía como un itinerario por el que transitar los paisajes físicos, lingüísticos y de pensamiento que tienen sus versos. Nos deja sus interiores casi convertidos en bodegones, en écfrasis de sí mismo, a modo de un peculiar Vilhelm Hammershoi que pinta su alma con palabras, que llena sus poemas de naturalezas vivas y muertas. Sus versos son vestigios que nos llevan más allá de los propios versos, nos conducen a “las conversaciones que allí duermen” “para dar(nos) noticias” de una belleza desconchada que habita en la memoria convertida en terreno casi de la ensoñación.

            Las hojas del libro, no siempre escritas por su haz y su envés, nos hacen viajar a través de las palabras, por el espacio y por el tiempo teñidos de evocaciones, reflexiones y nostalgias. Y es que su lectura si es algo es precisamente eso, un viaje, un recorrido geográfico (físico y humano) que nos lleva por un itinerario que no siempre tiene que ser el mismo para cada lector. Cada libro atesora un mapa de significados, de nombres, de lugares, de remembranzas, de emociones… Y “El cuarto del siroco” no iba a ser menos, es un viaje fascinante que nos lleva de un lugar a otro, de un ser a otro, de un tiempo a otro tiempo, podría decirse que por arte y gracia del lenguaje: Azuaga, Sicilia, Extremadura, La Habana, Ginebra, Lisboa, París, Babel, Esciros, Troya, Boston, Belgrado, Cáceres, Valladolid, Madrid, Mallorca, Trujillo, Évora, Wamel, Tierra Santa, Tánger, Pompeya, Kardamili, Plasencia… A modo de deudas o influencias, o al menos de ciertas admiraciones, una pequeña multitud de nombres siembran estas páginas, ya sea en forma de citas, menciones, dedicatorias o simples referencias. Así pasan ante nuestros ojos nombres como Miguel Hernández, Wallace Stevens, Vladimir Holan, Andrzej Stasiuk, Leopardi, Leonardo Sciascia, Lucio Piccolo, Joan Vinyoli, Luis Landero, Ricardo Piglia, María Zambrano, Laffón, Juan Ramón, Wislawa Szymborska. Antonio Colinas, Jiménez Lozano, Arcipreste de Hita, Sophia de Mello Breyner, Job, Aquiles, Ulises, Barba Corsini y Walter Gropius, Spinoza… Nombres todos que, colocados juntos, nos dan una idea de la enorme intertextualidad que yace en este poemario, de la cantidad de connotaciones y vasos comunicantes que ofrecen sus versos convertidos en calles y senderos, incluso metaliterarios. Además de otra retahíla de nombres de amigos y familiares que dan sentido al amor y que cierra el círculo del poemario, que están ahí y le “acompañan/. No sería el mismo sin tenerlos” –nos confiesa en la página 146, también añade que “Sólo los libros/ me sirven de consuelo/ en estos interiores donde habita/ la sombra y la penumbra”.

            Endecasílabos y heptasílabos, fundamentalmente, son las partituras que acompasan sus poemas, el ritmo tan elegante y armonioso que mece la lectura y que le da una cierta musicalidad de cantata. Poemas más extensos se entrelazan con otros más cortos, unos más narrativos o en prosa poética dan paso a otros más líricos y fulminantes que rozan casi lo aforístico; aunque en todos brilla lo enigmático y en todos fluye cierto misterio que solo se desvela en el paisaje físico y de pensamiento que todo lo envuelve como una especie de cobijo secreto, sabiendo que el paisaje, en cierta medida, nos inventa, nos interpreta y nos protege.

            En definitiva, como si fuera un gran arquitecto que construye su edificio con palabras, lo que nuestro autor pretende y ha conseguido notablemente es humanizar, emocionar a través de un libro excelente de buena poesía, o sea “construir/ (una casa sencilla) para hacer habitable/ nuestra vida compleja/” pg56 colocando las personas y los lugares justo en el centro de esa estancia, porque al final descubres, como lector, que también “es éste tu lugar./ Tú eres de él”. Y ahí sucede la gran metamorfosis que en el libro aguarda, entre paisaje y alma, entre autor y lector, con los agradecimientos y dedicatorias que abrochan y cierran el libro y la vida del poeta.

Porque qué es “El cuarto del siroco” sino una constatación “acerca de lugares… donde la muerte/ simplemente es más lenta”, una habitación con vistas llena de remembranzas y diálogos, de nombres y de libros, de poemas cada uno con su brisa y su viento acariciando el rostro del lector que abre sus páginas en busca de un refugio donde cobijarse, un vaso de agua que nos quita la sed o un viaje, una forma de huir de la intemperie, “voces…/ que han quedado prendidas/ de un recuerdo del eco”, en suma. Y como añadiría el propio Álvaro Valverde, “Ante este paisaje/ sólo resta callar”, y leer para disfrutar de la alta poesía y de la lección contemplativa-meditativa que el libro ofrece.


Custodio Tejada
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