LOS FANTASMAS DE YEATS de Antonio Rivero Taravillo
Editorial Espuela de Plata.
Narrativa. 280 páginas.
Como
“ese médium que es… siempre todo lector”, que se dice en la página 210, voy a
tentar la suerte como los toreros, intentaré dar mi opinión y aproximarme a Los
Fantasmas de Yeats y a Antonio Rivero Taravillo, su autor; pero que conste que,
por si las moscas, mi casa la he llenado de gatos de Angora y he leído esta obra
como si fuera un “tablero en una ceremonia ouija”. Y que conste que no quiero
“atemperar (mi) morenez con el brillo de (la) zalamería” –como se dice en la
página 85 del libro.
Que Antonio
Rivero Taravillo bebe los vientos por la literatura ya lo sabemos, pero esta
novela lo confirma más aún si cabe. No sabemos si nuestro autor, la primera vez
que pensó en Los Fantasmas de Yeats, exclamó admirado como la señorita
Willerton en el relato La Cosecha de Flannery
O´Connor: “¡los irlandeses! ¡los irlandeses!”, quizá porque “su acento…
era muy musical, y su historia… ¡espléndida!.” Y “como el oído es tan lector
como el ojo”, advertimos que el oficio de poeta y traductor de Antonio Rivero
Taravillo se transparenta en la partitura de esta novela. La mirada de Antonio Rivero Taravillo, que
escribe la novela como un zahorí, encuentra paralelismos que te llenan de
asombro y dan rango de credibilidad al argumento y su hipótesis de trabajo,
como clave de todo. Su escritura no es nada automática, al contrario, cuidada y
bien trabajada. Un tour de force literario
del que sale airoso.
Se pregunta
en la página 247: “¿Qué estarán escribiendo los autores de hoy? ¿Qué tipo de
poesía harán?”. Pues no podemos olvidar
que el año 1927 es un annus mirábilis de la poesía española, y también dentro
de un contexto europeo, hay que decirlo. Como diría Ibon Zubiarur sobre William
Butler Yeats, uno de los mayores poetas en lengua inglesa del pasado siglo:
“bastantes de las vías que ensayó pueden leerse en paralelo con las que iba a
proponer muy pocas décadas después la poesía española”. Y eso es lo que hace
Antonio Rivero Taravillo, aprovechar los paralelos de Yeats con la poesía
española para armar su novela.
Los
Fantasmas de Yeats, cual enciclopedia de nombres y datos y libros, suena como
una elegía. “¿Es la ventriloquía de la tragedia?” –pregunta en la página 258,
de una visita apenas aprovechada a la que pone voz nuestro autor y de una
generación de escritores que viven un momento dulce sin avistar lo que se les
avecinaba. Los Fantasmas de Yeats se pasean por esa Sevilla llena de
reminiscencias irlandesas, casi convertida en callejero de Irlanda, incluso;
novela que en cierta medida hace una biografía sui generis, homenaje a Góngora
y a la Generación del 27, a la tauromaquia, a Yeats e Irlanda y el ocultismo.
La novela nos “cambia de tercio y (nos) enreda en lances esotéricos” página
163. Hilos todos ellos que se entretejen, capítulo tras capítulo, hasta hacerse
tapiz de simetrías, paralelismos y pensamientos, de pasado y de futuro, de realidad
y ficción… que tan bien nos ha traducido nuestro excelente médium literario:
Antonio Rivero Taravillo, y donde “la intersección de un mundo con otro, no tanto
paralelos como sobrepuestos” –dice en la página 146, nos seduce y nos conduce
por las páginas transmigradas, hipnotizadoras y visionarias. Todo el libro es
una seance (sesión de espiritismo
literario), una visión que recrea un momento único de la literatura que pasó de
puntilla. Y es que el autor, como MacBride, va en busca de su misión: escribir
una buena historia, o al menos intentarlo, porque no tiene plan de huída, y lo
consigue “desgañitándose (con) el himno feniano: De nuevo una nación (novela)”,
una buena novela que Antonio nos cuenta “como en trance, más recitándola que
narrándola”, como dice en la página 121, que es como Yeats le cuenta la
historia de Cuchulain a George.
Se
nos dice en la contraportada que “es una novela singular que trata del viaje
real pero prácticamente descocido de William Butler Yeats y su esposa a Sevilla
en 1927, tres semanas antes del famoso homenaje a Góngora de la Generación del
27”. Y de ahí parte (el autor) para (re)crear su fantasmagoría; “Como en una
epopeya irlandesa, como en un romance de Villalón o una corrida de Sánchez
Mejías” –dice en la página 257. Un revuelo de casualidades nos hace pensar que
lo sucedido ocurrió tal y como lo hemos leído y no de otra manera. La
exposición de los hechos y anécdotas (reales o inventadas) nos llevan a verlo
como un erudito “de alto abolengo” y un excelente cicerone, que nos guía por su
saber y por el mar de coincidencias que ha tramado para armar el argumento y su
trasmundo, y presumir así del “don de la clarividencia” que tiene Antonio
Rivero para partiendo de una casualidad histórica desentrañar toda una época.
Como
diría Roberto Juarroz “la ausencia de la palabra” es mucho más que silencio,
sin palabras no hay recuerdos ni historia, es lo que no existe: el olvido. Y a
esa ausencia es a lo que pone remedio Antonio Rivero Taravillo escribiendo esta
novela, ya que rellena con palabras la oquedad de un viaje y un momento de la
historia que viste con excelentes renglones “porque las palabras recogen
vestiduras/ abandonadas/ y regresan después empujando al pensamiento” y “porque
existe un hueco que hay que llenar”, y él lo llena con credibilidad y buen oficio.
Con
descripciones bastantes poéticas, a veces con diálogos y lecciones magistrales
de narrador omnisciente o con poemas prestados y cartas, y sin hacer ninguna
“escabechina de gato” nos arranca alguna sonrisa que otra. La poesía no falta,
la ajena y la propia, ni el sentido del humor: “Ríos de oporto parecían
desembocar en el océano a la altura del barco y directamente en la copa de
ella, con mar de fondo ya trayéndola hacia su resaca” página 24. 59 capítulos
que no se hacen nada largos ni pesados consiguen que la lectura avance con
digestión cómoda, aunque densa. Musicalidad y juegos con el lenguaje que quizá
sean guiños de homenaje a Luis de Góngora y de paso también a James Joyce:
“…una pareja negriparda de mirlos, que se elevó pardinegra por el aire entre
sonoras protestas” –dice en la página 54. “Como el gorgorito del gongorino
Alonso” página 164, “El Guadalquivir va crecido como un toro y arrastra desde
la Córdoba de Góngora fango y agua pródiga que se desborda en las riberas”
página 162. Ingeniosos juegos de palabras que buscan relaciones mágicas y
esotéricas de significantes y significados, a lo James Joyce: Gong-Gonne,
Güines-Guinness, Sevilla-sybil-Sibila, “una botella que dormía su noche oscura
del as(l)ma” página 57, “¡Maldito
Parnell!” página 147, Senado-seance, Pound-punt,
Giralda-Big-Ben-giros-gyres-Giraldus, azar-azahar-bazar, regicidio-king size…
He recorrido el camino de Yeats agarrado de la ouija de la intertextualidad y
sus menciones, que han sido otros médiums puestos al servicio de la historia y
que interactúan con la mente del lector. Así, esta letanía/retahíla de nombres
(como algo paranormal o una sesión de espiritismo literario) golpean en las
sienes mientras lees: Homero, Joyce, Ulises, Lenin, Shakespeare, Blake,
Paracelso, Irving, San Juan de la Cruz, Pessoa, Isis, Rabindranath Tagore,
Blavatsky, Generación del 27, San Agustín, R.L. Stevenson, Drácula, Cábala,
Pierre Louÿs…, que como un retablo nos alecciona y nos introduce en la época y
el pensamiento; ya que en esa barahúnda surge en “voz alta el hilo poderoso de
(su) la telepatía” página 24. Sí, es una novela llena de datos, de nombres, de
libros, de ritos y leyendas, de coincidencias y simetrías, de lugares, de
versos. Y es que el libro es “una misma calle o plaza en las que se cruzan ()
trayectorias pero donde casi nunca, o jamás, se produce el encuentro” –se dice
en la página 234. En la novela se está haciendo continuamente metaliteratura,
como parte esencial de la misma.
Los
Fantasmas de Yeats deja el final en suspense, un final cuyo desenlace sabemos,
y cuya tragedia nos suena a poema de Lorca. La proyección que deja abierta
hacia el futuro es, paradójicamente, una constatación histórica del pasado
certero, quizá la más verídica del libro. El capítulo 47 te pone los pelos de
punta con su augurio tan bien narrado y que anuncia el final. Y cuando terminas
la lectura crees que Antonio Rivero Taravillo te ha visitado astralmente, o
sea, literariamente hablando, y te lo imaginas bajo el amparo de “las noches
sevillanas, pletóricas de farra y versos”, como dice en la página 177. Y como
“quienes tienen que tropezarse, lo hacen” –se dice en la página 234, así espero
el momento de nuestro traspié para estrechar sinceramente nuestras manos.
Custodio Tejada
16 de julio de 2017
Opiniones de lector.