viernes, 21 de julio de 2017

LOS FANTASMAS DE YEATS de Antonio Rivero Taravillo

LOS FANTASMAS DE YEATS de Antonio Rivero Taravillo



LOS FANTASMAS DE YEATS  de Antonio Rivero Taravillo

Editorial Espuela de Plata. Narrativa. 280 páginas.
    
        Como “ese médium que es… siempre todo lector”, que se dice en la página 210, voy a tentar la suerte como los toreros, intentaré dar mi opinión y aproximarme a Los Fantasmas de Yeats y a Antonio Rivero Taravillo, su autor; pero que conste que, por si las moscas, mi casa la he llenado de gatos de Angora y he leído esta obra como si fuera un “tablero en una ceremonia ouija”. Y que conste que no quiero “atemperar (mi) morenez con el brillo de (la) zalamería” –como se dice en la página 85 del libro.

Que Antonio Rivero Taravillo bebe los vientos por la literatura ya lo sabemos, pero esta novela lo confirma más aún si cabe. No sabemos si nuestro autor, la primera vez que pensó en Los Fantasmas de Yeats, exclamó admirado como la señorita Willerton en el relato La Cosecha de Flannery  O´Connor: “¡los irlandeses! ¡los irlandeses!”, quizá porque “su acento… era muy musical, y su historia… ¡espléndida!.” Y “como el oído es tan lector como el ojo”, advertimos que el oficio de poeta y traductor de Antonio Rivero Taravillo se transparenta en la partitura de esta novela.   La mirada de Antonio Rivero Taravillo, que escribe la novela como un zahorí, encuentra paralelismos que te llenan de asombro y dan rango de credibilidad al argumento y su hipótesis de trabajo, como clave de todo. Su escritura no es nada automática, al contrario, cuidada y bien trabajada. Un tour de force literario del que sale airoso.

Se pregunta en la página 247: “¿Qué estarán escribiendo los autores de hoy? ¿Qué tipo de poesía  harán?”. Pues no podemos olvidar que el año 1927 es un annus mirábilis de la poesía española, y también dentro de un contexto europeo, hay que decirlo. Como diría Ibon Zubiarur sobre William Butler Yeats, uno de los mayores poetas en lengua inglesa del pasado siglo: “bastantes de las vías que ensayó pueden leerse en paralelo con las que iba a proponer muy pocas décadas después la poesía española”. Y eso es lo que hace Antonio Rivero Taravillo, aprovechar los paralelos de Yeats con la poesía española para armar su novela.
  

          Los Fantasmas de Yeats, cual enciclopedia de nombres y datos y libros, suena como una elegía. “¿Es la ventriloquía de la tragedia?” –pregunta en la página 258, de una visita apenas aprovechada a la que pone voz nuestro autor y de una generación de escritores que viven un momento dulce sin avistar lo que se les avecinaba. Los Fantasmas de Yeats se pasean por esa Sevilla llena de reminiscencias irlandesas, casi convertida en callejero de Irlanda, incluso; novela que en cierta medida hace una biografía sui generis, homenaje a Góngora y a la Generación del 27, a la tauromaquia, a Yeats e Irlanda y el ocultismo. La novela nos “cambia de tercio y (nos) enreda en lances esotéricos” página 163. Hilos todos ellos que se entretejen, capítulo tras capítulo, hasta hacerse tapiz de simetrías, paralelismos y pensamientos, de pasado y de futuro, de realidad y ficción… que tan bien nos ha traducido nuestro excelente médium literario: Antonio Rivero Taravillo, y donde “la intersección de un mundo con otro, no tanto paralelos como sobrepuestos” –dice en la página 146, nos seduce y nos conduce por las páginas transmigradas, hipnotizadoras y visionarias. Todo el libro es una seance (sesión de espiritismo literario), una visión que recrea un momento único de la literatura que pasó de puntilla. Y es que el autor, como MacBride, va en busca de su misión: escribir una buena historia, o al menos intentarlo, porque no tiene plan de huída, y lo consigue “desgañitándose (con) el himno feniano: De nuevo una nación (novela)”, una buena novela que Antonio nos cuenta “como en trance, más recitándola que narrándola”, como dice en la página 121, que es como Yeats le cuenta la historia de Cuchulain a George.

           Se nos dice en la contraportada que “es una novela singular que trata del viaje real pero prácticamente descocido de William Butler Yeats y su esposa a Sevilla en 1927, tres semanas antes del famoso homenaje a Góngora de la Generación del 27”. Y de ahí parte (el autor) para (re)crear su fantasmagoría; “Como en una epopeya irlandesa, como en un romance de Villalón o una corrida de Sánchez Mejías” –dice en la página 257. Un revuelo de casualidades nos hace pensar que lo sucedido ocurrió tal y como lo hemos leído y no de otra manera. La exposición de los hechos y anécdotas (reales o inventadas) nos llevan a verlo como un erudito “de alto abolengo” y un excelente cicerone, que nos guía por su saber y por el mar de coincidencias que ha tramado para armar el argumento y su trasmundo, y presumir así del “don de la clarividencia” que tiene Antonio Rivero para partiendo de una casualidad histórica  desentrañar toda una época.
  
          Como diría Roberto Juarroz “la ausencia de la palabra” es mucho más que silencio, sin palabras no hay recuerdos ni historia, es lo que no existe: el olvido. Y a esa ausencia es a lo que pone remedio Antonio Rivero Taravillo escribiendo esta novela, ya que rellena con palabras la oquedad de un viaje y un momento de la historia que viste con excelentes renglones “porque las palabras recogen vestiduras/ abandonadas/ y regresan después empujando al pensamiento” y “porque existe un hueco que hay que llenar”, y él lo llena con credibilidad y buen oficio.

Con descripciones bastantes poéticas, a veces con diálogos y lecciones magistrales de narrador omnisciente o con poemas prestados y cartas, y sin hacer ninguna “escabechina de gato” nos arranca alguna sonrisa que otra. La poesía no falta, la ajena y la propia, ni el sentido del humor: “Ríos de oporto parecían desembocar en el océano a la altura del barco y directamente en la copa de ella, con mar de fondo ya trayéndola hacia su resaca” página 24. 59 capítulos que no se hacen nada largos ni pesados consiguen que la lectura avance con digestión cómoda, aunque densa. Musicalidad y juegos con el lenguaje que quizá sean guiños de homenaje a Luis de Góngora y de paso también a James Joyce: “…una pareja negriparda de mirlos, que se elevó pardinegra por el aire entre sonoras protestas” –dice en la página 54. “Como el gorgorito del gongorino Alonso” página 164, “El Guadalquivir va crecido como un toro y arrastra desde la Córdoba de Góngora fango y agua pródiga que se desborda en las riberas” página 162. Ingeniosos juegos de palabras que buscan relaciones mágicas y esotéricas de significantes y significados, a lo James Joyce: Gong-Gonne, Güines-Guinness, Sevilla-sybil-Sibila, “una botella que dormía su noche oscura del  as(l)ma” página 57, “¡Maldito Parnell!” página 147, Senado-seance, Pound-punt, Giralda-Big-Ben-giros-gyres-Giraldus, azar-azahar-bazar, regicidio-king size… He recorrido el camino de Yeats agarrado de la ouija de la intertextualidad y sus menciones, que han sido otros médiums puestos al servicio de la historia y que interactúan con la mente del lector. Así, esta letanía/retahíla de nombres (como algo paranormal o una sesión de espiritismo literario) golpean en las sienes mientras lees: Homero, Joyce, Ulises, Lenin, Shakespeare, Blake, Paracelso, Irving, San Juan de la Cruz, Pessoa, Isis, Rabindranath Tagore, Blavatsky, Generación del 27, San Agustín, R.L. Stevenson, Drácula, Cábala, Pierre Louÿs…, que como un retablo nos alecciona y nos introduce en la época y el pensamiento; ya que en esa barahúnda surge en “voz alta el hilo poderoso de (su) la telepatía” página 24. Sí, es una novela llena de datos, de nombres, de libros, de ritos y leyendas, de coincidencias y simetrías, de lugares, de versos. Y es que el libro es “una misma calle o plaza en las que se cruzan () trayectorias pero donde casi nunca, o jamás, se produce el encuentro” –se dice en la página 234. En la novela se está haciendo continuamente metaliteratura, como parte esencial de la misma.
  
          Los Fantasmas de Yeats deja el final en suspense, un final cuyo desenlace sabemos, y cuya tragedia nos suena a poema de Lorca. La proyección que deja abierta hacia el futuro es, paradójicamente, una constatación histórica del pasado certero, quizá la más verídica del libro. El capítulo 47 te pone los pelos de punta con su augurio tan bien narrado y que anuncia el final. Y cuando terminas la lectura crees que Antonio Rivero Taravillo te ha visitado astralmente, o sea, literariamente hablando, y te lo imaginas bajo el amparo de “las noches sevillanas, pletóricas de farra y versos”, como dice en la página 177. Y como “quienes tienen que tropezarse, lo hacen” –se dice en la página 234, así espero el momento de nuestro traspié para estrechar sinceramente nuestras manos.

Custodio Tejada
16 de julio de 2017
Opiniones de lector.