ORDESA de Manuel Vilas.
Editorial Alfaguara. 387 páginas, 157 capítulos-reflexiones-recuerdos y un
epílogo de once poemas titulado: “La familia y la Historia”.
ORDESA de Manuel Vilas.
Editorial Alfaguara. 387 páginas, 157 capítulos-reflexiones-recuerdos y un
epílogo de once poemas titulado: “La familia y la Historia”.
Dice por ahí José Luis García Martín que “cuando hablamos
de los demás, hablamos de nosotros mismos” y viceversa añadiría yo. Y desde
esta óptica se podría enfocar tanto la lectura de Ordesa como la de esta
opinión de lector.
Después de leer Ordesa es fácil quedarse sin palabras,
porque solo te apetece oír su música y porque lo que se tenía que decir del
libro ya lo ha dicho el propio Manuel Vilas, su autor, y ante el cual, el
lector asiste como un mero testigo que al final se vuelve también cómplice.
Incluso uno llega a pensar que ante “la vanidad de las conversaciones, la
vanidad del que habla, la vanidad del que contesta” –como nos dice en la página
9, lo mejor es callar, guardar silencio y asentir con la cabeza para darle la
razón en una simbiosis absoluta, simbiosis que te conduce a tu Ordesa
particular y a tu Monte Perdido propio, ya que Ordesa es un reguero de pisadas
que llevan y traen a Manuel Vilas de su yo al nosotros y viceversa.
Manuel Vilas, desde su teoría literaria, nos dice en una
entrevista que “el sueño de todo escritor es trasladar todo el flujo de la vida
al flujo de las páginas” y eso es lo que él ha hecho en su libro. Sara Mesa apunta
en la contraportada que “escrito a ratos desde el desgarro, y siempre desde la
emoción, este libro es la crónica íntima de la España de las últimas décadas”.
Una cita de la letra de una canción de Violeta Parra abre
el libro, y un color lo envuelve de cabo a rabo: el amarillo, color que asigna
a la memoria y al paso del tiempo, y que es en definitiva el color supurante
del libro. Podríamos definir este libro como “un estado mental que es un lugar:
Ordesa. Y también un color: el amarillo” –escribe el propio Vilas en la página
11, como reflejo del “dolor, de la inconsistencia, o el rencor”. Amarillo es el
color de los rastrojos, y eso es lo que nos presenta Ordesa, los rastrojos de
una vida incendiada en 157 capítulos-recuerdos y un epílogo con once poemas
largos titulado “La familia y la Historia”, y donde todos “se irán muriendo”
porque “los muertos son la intemperie del pasado que llega al presente desde un
aullido enamorado” –nos confiesa en la página 125. Una muerte entendida como
liberación siempre, “porque si alguien alguna vez ha de echarles una mano,
serán los muertos quienes se las echen” –dice en la página 52. Y en la 213 nos
dice que “el amarillo es el color que habla del pasado”.
La voluntad de Manuel Vilas cuando
narra la deja bien clara: “No me interesa enjuiciar lo que pasó, sino narrarlo
o decirlo o celebrarlo” –manifiesta en la página 18. En sus renglones
transcurre “la catarata de la vida, agua que está corriendo todo el rato,
mientras enloquecemos” con su lectura –advierte en la 19, porque él busca la
verdad con este libro, su verdad, y “la verdad es tu padre y tu madre” –dice en
la página 31. Y aunque nos desvela que “de (mi) madre heredé el caos
narrativo”, hay que decir que el suyo es un caos con mucho orden, con una línea
argumental muy bien definida (sus padres), sujeta por los finísimos hilos de su
sabiduría existencial, a pesar del “miedo a equivocarse, o miedo a meter la
pata” que tiene el autor. No sigue una temporalidad biográfica, sino que va a
saltos según su memoria y su interés narrativo. Va del pasado al presente, de
una anécdota a otra sin seguir un orden estrictamente temporal, sino más bien
sentimental. “Cuantos más paralelismos encuentre, más sagradas son la vida y la
memoria” -281, y eso es lo que hace continuamente Vilas, buscar paralelismos
entre el pasado y el presente, entre los padres y los hijos, entre lo familiar
y lo social, entre la anécdota y la Historia, entre la palabra y la imagen,
entre la realidad del recuerdo y la ficción de la realidad… Porque le gusta “contemplar las cosas, la
inesperada vacuidad de la cultura y de las palabras y de la realidad humana”
-293. “Mi madre perseguía la estimación social, que se evaporó, y yo persigo la
estimación literaria, que también se está evaporando” –nos dice en la página
313, y que resulta hasta cierto punto una “heterodoxa forma de libertad” y de
una humildad magistral digna de alguien que se inmola en cada renglón.
El libro se hace tumba, no nicho, sino el gran mausoleo
de todos nosotros, que huye de la incineración quizá para compensar alguna
deuda. Tumba con la que honra la memoria del autor y su época. “Las tumbas se
inventaron para que la memoria de los vivos se refugiara en ellas” –dice en la
página 32. En sus páginas hay renglones que restallan como aforismos o verdades
reveladas y que iluminan durante unos segundos toda la oscuridad de la tinta. Y
es a través de esos renglones –hechos máximas- la manera en que avanza la trama
y penetra en sus personajes; así es como evoluciona el hilo conductor de los
recuerdos, quizá como constatación de que la experiencia es el poso que queda
de la vida en la memoria, la forma preferida de confesar su verdad al lector a
la espera de una bendición absolutoria.
El libro entero es una sinestesia que va de lo individual
a lo colectivo y viceversa, un retrato particular que consigue definir a una
época y a una sociedad. Y por tanto 157 capítulos y 11 poemas que se hacen
bodegones de “la familia y de la Historia”, una especie de museo costumbrista
que roza la exquisitez del vestigio.
Una obra llena de guiños, al Quijote: “Vivo en la Avenida
de Ranillas, en una ciudad del norte de España cuyo nombre no recuerdo ahora
mismo”, a Teresa de Ávila, a Jesús de Nazaret, a Rimbaud, a Juan Goytisolo, a
Kafka, a Hamlet, a T.S. Eliot … lo que intertextualiza la lectura y el contexto
creativo del autor. Con una prosa diáfana y sencilla, plagada de oraciones
simples consigue alcanzar la mística del instante y de la memoria como vías
ascéticas llenas de clarividencia. Una obra reflexiva y auténtica que respira a
modo de diario o de memorias y donde el autor nos deja en testamento su
mundología. En Ordesa hay mucha poesía, filosofía, metáforas llenas de vértigo
y testimonio histórico: “por eso hay en el rostro de Felipe VI una burbuja de
sombra, y por eso hay en su mujer un murmullo de látigos” –podemos leer en la
página 39. Páginas que se hacen documento de un archivo llamado Manuel Vilas,
“este chico (que) lo hace bien” y que “ya ha cumplido los cincuenta años” y que
“es un hombre que de vez en cuando alcanza ideas que están por encima de su
clase social” –retrata en la página 42. Los adjetivos, elegidos
concienzudamente, juegan un papel crucial, ya sean anudados a una corbata o
sujetos a cualquier otro objeto o suceso, porque te ayudan a evolucionar en la
lectura. Y es que él se hace “el portador oficial de las noticias…, el cartero,
el notario” de la historia, la suya y la nuestra.
Ordesa
es una casa encantada de reminiscencias y pensamientos donde Manuel Vilas actúa
como médium. En él ves una vida, pero también una época; una biografía, pero
también una épica. Una obra brutal que, convertida en un “cajón de recuerdos”,
consigue aunar realidad y ficción en un relato que va más allá de la
autobiografía, ya que como una sinestesia existencial hablando el autor de él
mismo lo está haciendo de nosotros en una especie de alegoría, con las
distancias y salvedades que cada lector quiera poner de por medio. Entre las
páginas de Ordesa encontrarás ocho fotografías de camuflaje autobiográfico que
atestiguan y dan fe del relato que el autor quiere transmitir, haciendo del
seat 600 un templo de la nostalgia, por ejemplo, y a la vez convirtiéndolo en
palio de muchas cabezas y personas que comparten similares recuerdos. Entrar en
Ordesa es como entrar en cualquier casa española de nuestro pasado más
reciente, es como entrar en nuestra propia casa y en nuestra propia familia, y
leernos, a través de Manuel Vilas y sus vivencias, a nosotros mismos, por la
multitud de paralelismos que encuentras. Ahí está la grandeza de Ordesa, en su
proyección, en su refracción, que se hace y nos hace historia viva y
contemporánea y a la vez relato literario.
“Si
de algo me he dado cuenta en la vida es de que todos los hombres y las mujeres
somos una sola existencia” –dice en la página 12, y eso es lo que consigue
hacer el autor con los lectores, forjar una sola existencia con un único nexo,
su libro, convertido en pan ácimo, en torno al cual la verdad, la suya, que es
la nuestra, se hace testamento vital y documento historiográfico; lo mismo que
hizo la novela Patria de Fernando Aramburu, de otra manera, por buscar otro
paralelismo más de los que tanto le gusta a Manuel Vilas.
Conforme
lees te vas adueñando del libro, o mejor el libro se va adueñando de ti, y en
ese trueque descubres que compartes sus renglones quizá porque están
convertidos en axiomas empíricos y hasta casi transformados en “verdades
reveladas”. “Por muy mal que te vaya en la vida, siempre hay alguien que te
envidia. Es una especie de sarcasmo cósmico.” –nos desvela en la página 13.
Un
libro lleno de anécdotas que nos arrancan deliciosas sonrisas como cuando
cuenta la de “soy tu padre” o habla de Moisés y la literatura, o solo existen
la inmortalidad y la canción del verano, o el entierro de su tía Reme, o la que
revela “lo que hemos sido casi todos” “pobres, pero con encanto”. Muchas son
las páginas en las que te ves reflejado y con las que te identificas, al
vivirlas como propias, ya que nos contagia su “don de ver las vidas” y su
sentido del humor.
Manuel
Vilas “no (cree) en los médicos, pero sí en las palabras” –afirma en la página
129, y es que éstas se convierten en placebos, más aún, en medicamentos para
él; son, en cierta medida, sustancias que lo sanan y lo mantienen vivo a pesar
de todos los muertos. Palabras que se convierten en drogas, y que ayudan a
reconciliarse con uno mismo, lo mismo que hace el autor con el lenguaje. Vilas
pone sonido a las palabras, se autoerige en Ulises de su memoria y de sus
emociones, porque lo que hace el autor es un “viaje homérico”, como la placa
con el nombre de su padre de fondo negro y hecha de cristal. Su libro es “un
boomerang metafísico”, lírico y épico, con tintes de novela y de ensayo, de
autobiografía y de ficción al mismo tiempo, de relatos y de poemas, en verso y
en prosa y de crítica literaria. Libro ecléctico, torrencial, de aluvión.
Sabemos
que la música activa ciertas partes de nuestro cerebro relacionadas con el
aprendizaje y la memoria, entre otras. También nos riega, gracias a su
beneficio sonoro, con dopamina y cortisol haciendo que la química mejore
nuestro humor y ansiedad; además fortalece nuestro sistema inmunológico, alivia
el dolor, nos ayuda a recordar y a tener emociones más positivas. En este libro
la música también tiene su lugar y su magia. Aparte de las canciones del verano
y del Dúo Dinámico o Julio Iglesias, los nombres se hacen música y las páginas
son un concierto de sensaciones, partituras de una nostalgia existencial con
ciertas dosis de remordimiento. Para Manuel Vilas, este autor esclavo de las
sinestesias, la música del recuerdo es clásica y afectiva. A sus seres queridos,
los que han significado algo para él, les ha asignado el nombre de un músico. Así su padre es Bach y su madre Wagner, y a
sus hijos los llama Bramhs y Vivaldi. A su tío Alberto le asigna Monteverdi, a
su abuela la bautiza con el nombre de Cecilia, en honor a la patrona de la
música. Otro tío paterno es Rachmaninov, su tío Mauricio es Händel, Herminio es
Pergolesi, la tía Reme es María Callas y a un amigo lo nombra como Giusseppe
Verdi. Y como guinda familiar, porque lo hace paralelamente suyo, al rey Felipe
VI le da el apodo de Beethoven, y como espejo quizá se lo da también a sí mismo
reforzando la unión más aún si cabe, al entrelazar el paralelismo entre la
relación paterno-filial de Juan Carlos I y Felipe VI y la de Manuel Vilas y su
padre. “Ya los he convertido en música, porque nuestros muertos han de
transformarse en música y en belleza” –nos canta como un tenor en la página 220,
o, “Sospeché que la música me sanaría, sentí el poder sanador de la música”
“para llenar así de música la historia de mi vida” –apunta en la página 181.
Una sinfonía de números y notas que campan por las páginas de Ordesa en busca
de la función catártica que persigue el libro. “Se puede distinguir dos clases
de música: la que canta y la que condena” –se afirma en la página 268, y aunque
en el libro se oyen las dos, la que más fuerte suena y predomina es la que
canta, la que celebra, la que da fe de la existencia. Es por eso por lo que el
libro entero se ha convertido en una banda sonora o en un concierto. “Porque el
pasado es también un rito de palabras y una forma de pronunciarlas” –dice en la
página 260. Vilas se convierte en un experto taxidermista del lenguaje al
convertir sus capítulos en animales disecados como trofeos de caza que adornan
su memoria.
“Si dejas de ser hijo, no eres nada”, y eso es
nuestro autor, un hijo de su vida y de su historia, el hijo de una época, un
tiempo y una geografía, y a nosotros –los lectores- nos hace hermanos suyos.
“Una liturgia de hermanamiento” (página 199), eso es lo que hace con nosotros
Manuel Vilas al escribir este libro, ya que “Ojalá pudiera medirse el dolor
humano con números claros y no con palabras inciertas”, porque “nos une el
dolor” (página70) y el amor –“ya que solo el amor tiene sentido”, y la lectura
nos hace de su estirpe. Porque en realidad, Ordesa es “una gran obra artística
creada con (nuestra) propia carnalidad y espiritualidad”, a modo de un tumor
literario –descubrimos en la página 28. Se nos cuenta en la página 228 que
“solo existen los seres queridos. Solo el amor”, y así es como conviertes al
autor de este libro en alguien querido y familiar porque te ha abierto la
puerta de muchas remembranzas propias y extrañas. Aunque “una cosa son las
palabras de un libro, y otra las palabras de la vida” –nos dice Vilas
metaliterariamente en la página 96, y que aquí en Ordesa parecen confluir
ambas; “las dos son verdades”, pero “juntas fundan una mentira”, y ahí está la
clave y el truco narrativo de esta ficción que nos propone Manuel Vilas y la
forma en la que cierra el círculo-laberinto del libro, encadenando todos los
conectores tanto literarios e históricos como biográficos. “Los libros no son
vida, como mucho un adorno de la vida, y poco más que eso” –añade en la página
286. Y como la muerte es “algo que no tiene sonido” –susurra en la página 315,
todos los ángulos muertos que tiene este libro nos llevan al silencio (un
“silencio –que- salió tocado de música” –solfea en la página 154) a ese sonido
de lo no dicho, que, en cierta medida complementa y abrocha la música que
desprende Ordesa. Un libro donde se escucha “la música de los muertos” y con el
que el autor ha encontrado “un lugar donde caerse muerto” -327- y eludir la
soledad al encontrarse con todos nosotros, sus presentidos lectores. Y “como
abolir el pasado es abyecto” por eso él lo preserva dentro de nosotros.
“Una
relación que muere da origen a una lengua muerta” –dice en la página 78,
renglón-aforismo que demuestra que la relación autor-lector da origen a una
lengua única, muy viva y siempre distinta. En la página 113 se pregunta Vilas de
una manera indeterminada si “¿valió la pena leer ese libro?”, y concretando en
Ordesa yo digo que, una vez terminada su lectura, sí que valió la pena, porque
“somos compositores de la música del olvido” –se dice en la página 276, y en
eso es en lo que se ha convertido Manuel Vilas, en un compositor, y este libro
es la gran partitura de una vida, su sinfonía Ordesa. Texto que se convierte en
alegoría de una época y un territorio que va más allá de la metonimia y de la
sinestesia, porque nos enseña que “la verdad es lo más interesante de la
literatura” – se dice en la página 77, y así lo demuestra. “Que te espere
alguien en algún sitio es el único sentido de la vida y el único éxito” –revela
en la página 236, y ese paralelismo también lo descubres conforme lees, porque
es un libro que espera al lector para entregarse a él en cuerpo y alma.
Custodio
Tejada
Opiniones
de lector
16
de abril 2018
ORDESA de Manuel Vilas.
Editorial Alfaguara. 387 páginas, 157 capítulos-reflexiones-recuerdos y un
epílogo de once poemas titulado: “La familia y la Historia”.