EL EJE DE LA LUZ de José
Iniesta. Editorial Renacimiento. Poesía. 49 poemas.
Cuando un poeta “promete emoción y verdad” en sus
recitales, y la verdad es un territorio sagrado, hay que quitarse el sombrero y
entrar descalzo en sus versos, para no hacer ruido y poder así percibir toda la
música y la vida que los habita. José Iniesta, este poeta que “se conmueve con
lo esencial y con lo sencillo” y que conoce “los paisajes hondos del corazón”
“al lado del amor y sus certezas”, busca con ahínco la luz que tienen las
palabras para transformarlas en antorchas que retienen la “llama del instante”.
La palabra hecha poema es una diosa que al menos lo reconforta, ya que todo lo
que ve lo destila con el alambique de su alma que trasciende esas experiencias
sencillas en un testimonio vital. La luz, con todas sus intensidades y matices,
es una constante en el libro, y a la vez es un fin en sí misma, “donde (le) va
la vida”.
Una cita de los Upanishad (libros sagrados hinduistas)
abre el libro: “Ello eres tú”. Ya desde la primera página el saber ancestral de
la India interactúa con el lector al que le acompaña también la música de Bach
como banda sonora.
Sabemos que cada autor crea sus propios códigos para
armar su universo creativo y al lector le toca interpretarlos. A veces los
lectores proyectamos en los libros nuestras fobias y nuestras filias. Héctor
Solsona, en la Galla Ciencia, define a José Iniesta como un poeta que “se mueve
por instinto, sin ideas preconcebidas, que toma nota a cada instante del sentir
que siente, y que se deja invadir por el sentimiento como una forma de
conocimiento más elevada que la inteligencia, que lo lleva hacia la intimidad
de la realidad en la que se confunde, empáticamente, con el paisaje y con todos
sus elementos” o que “rechaza los aditivos metafísicos y los rebordes místicos
empalagosos”, y añade que “la poesía de José Iniesta no es mística porque en ella
no hay rastro reconocible de teología alguna”. Nos dice Carlos Alcorta que “en
cuanto leemos un poema de Iniesta tenemos la sensación de que sus palabras las
envuelve un halo de misteriosa armonía que no parece de este mundo” o
“cualquier minucia engrosa la lista de materiales que propician el asombro,
hasta el punto de que parecen sedimentar esa fortaleza espiritual que
transmiten los poemas”. Antonio Praena lo define como “poeta hondo, intenso. De
los que abren un claro de sentido en el rincón más escondido del alma y dan un
horizonte a las sombras que no tenían horizonte”.
La palabra, en la que espera perdurar, es indispensable
para la vida del autor que necesita “asirse a cuanto ve con palabras” ya que
“Cantar es la manera/ de encender una luz” –nos sopla en la página 20. Dar voz
es algo si no ascético, cuanto menos demiúrgico, y eso es lo que hace José
Iniesta con los elementos y “mientras gira la rueda del instante”, darle voz a
su consciencia: “le doy voz/ al aire que me abraza donde el frío” –nos dice en
la página 34, o “anhela darle voz y darle luz/ a la cueva profunda del
presente” –en la página 13. La propia naturaleza del ser humano, que es, le
arrastra hacia su parte más salvaje, de camuflaje con el paisaje que le
envuelve y con el lenguaje, y es ahí donde el poeta nos confunde y actúa para
conducir su cuadriga animal hacia la luz de las palabras y su lado más poético.
José Iniesta es un poeta que transciende el asombro y el misterio de sus
observaciones y de su mirada. José Iniesta aceptó un día el reto que le puso la
poesía: “estar consigo mismo” y “cantar lo que sí es, el rumor de la savia
hacia su fruto” –nos confiesa en la página 16.
Cierto acercamiento atisbas con Friedrich Hölderlin. En
“El Hiperión” se puede leer: “El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo
cuando reflexiona”, también se dice: “Ser uno con el todo es la vida de la
divinidad, es el cielo del ser humano”. José Iniesta, como aquél, también es
arrastrado hacia la verdad suprema de la naturaleza y el amor gozoso, y así dispone
su canto, como poeta y como pensador. Con la dificultad que entraña un juicio
estético me aventuro a decir que, en cierta medida, nuestro poeta diviniza la
cotidianeidad y sus sentimientos, o sea, diviniza su yo poético, dotándolo de
una estética particular que, convertida en paisaje, se torna en poética de un
yo transcendente al fusionarse con la palabra. Al leer a José Iniesta
visualizas un diálogo poético/sagrado entre el hombre, la naturaleza y la
poesía. Desde el principio percibes, gracias a la labor del poeta, “de qué
templo edifican las palabras” y “de qué honda es la vida” en cada verso y “qué
hondo (es) lo sencillo al mediodía” –nos dice en la página 12.
El autor parte desde un
planteamiento escéptico e incrédulo, con un aire melancólico que impregna todo
el poemario, diríase que “El eje de la luz” está más pegado al atardecer que a
cualquier otro momento del día, especialmente por la luz que desprende, una luz
que brota desde dentro hacia fuera más que al revés. Parafraseando al filósofo
nos dice que “yo sé que nada sé”, lo que manifiesta la doble vía que tiene el
poemario, metafísica y lírica. Siempre fiel a su quehacer de poeta, a su
técnica y oficio, repite una y otra vez su fórmula de éxito en el poema, con
esas enumeraciones paralelísticas y su ritmo envolvente, que tan bien lo hace,
con un elevado nivel de autoexigencia porque “el cántico (que) pretenden estos
versos/ envidian el murmullo de (las) hojas” –nos dice en la página 30. El
ritmo cadencioso de su poesía, con versos endecasílabos o heptasílabos, te
conduce a un trance lírico y hace de la meditación y de la observación una
dulce melodía del pensamiento. La existencia de José Iniesta es un camino de
“preguntas sencillas/ que lo responden todo” –dice en la página 46. El poeta,
en una constante búsqueda de lo profundo, encuentra el fervor de lo cotidiano y
se convierte en un “hombre que respira… los aromas exhaustos de la vida” y los
salvíficos de la luz de la palabra.
El eje de la luz, según sea la rotación o la traslación
de la mirada, es la línea que separa la claridad de las sombras, la sabiduría
de la ignorancia o el recuerdo del olvido, “descubro un paraíso, mi ignorancia”
–afirma el poeta en la página 55. A través de los objetos y los pequeños
sucesos, un retrato, una baldosa, una silla, la lluvia, los pájaros, el jardín,
los acantilados, los almendros, la bicicleta… se convierten en templos del
instante que transcienden su materia para elevar el paisaje a un rango casi
sagrado de aprendizaje, “porque la luz es cambio” –nos exhorta. Al poeta le
“basta con sentarse” y mirar, “no anhela nada más” –nos susurra, no necesita nada
más para alcanzar la luz de su sabiduría, de la paz y la salvación del instante
que se hace milagro. “El milagro de un trino/ que todo en su ignorancia lo
contiene” –alumbra en la página 42 o ¿… con qué caudal del alma hacia su gozo,/
que este poema ajeno, tan desnudo, lo viva como propio y que me salve?” –en la
página 46. La luz, el amor y la vida son las tres rectas (o líneas de fuerza)
del eje que sustenta el poemario, “porque es amor la vida a vuestro lado/ y es
destino la luz de la mañana” –nos revela, “en esta aventura de ser vida” en la
que se encuentra el poeta y donde “el cielo (le) regala la conciencia”.
Aunque
el vacío y la nada lo cobijan porque “es todo lo que tiene y las palabras” –nos
delata en la página 58, y a pesar del desengaño que impregna el poemario en
general, es la luz y el amor quienes le dan una coartada de salvación a su yo
poético, a pesar de que sea inmediata y pasajera, sin otra pretensión más
ambiciosa. Podríamos decir que los poemas de José Iniesta son una “cueva donde
habita la ilusión” o “un abrazo que siempre es salvación” –podemos leer en la
página 57. Y se erige en mesías de sí mismo a través de la poesía, “porque
siempre es destino/cantar el mundo nuestro/ asciendo monte arriba, a la palabra”
–dice en la página 65. ¿Habrá buscado algún paralelismo con Cristo y será la
palabra (convertida en diosa autosuficente) una especie de Gólgota particular
donde el poeta ejecuta su sacrificio y se redime a cada instante? ¿También me
pregunto si entiende el poeta su poesía como una forma de oración consigo mismo
y con su yo poético? Nos dice: “la oración del nogal junto al camino” –página
54, “y es oración el viento en este patio” –página 61. Al escribirlo, de alguna
manera, convierte también el poema en una especie de oración existencial entre
la naturaleza y él.
“El eje de la luz” es un libro lleno de reminiscencias e
intertextualidades más o menos explícitas. Sus poemas dedicados a otros poetas
abrirán nuevas sendas en tu mente de lector rumbo a José Mateos, Katy Parra,
Agustín Pérez Leal, Francisco Brines, Antonio Praena, Eloy Sánchez Rosillo,
Jaime Siles… igual de “soberbios de belleza (y) tan hermanos”. Más aún incluso,
al leer “El eje de la luz” de José Iniesta me salen al paso poetas como José
Mateos, Antonio Praena, Jesús Montiel… ¿Será porque hay entre ellos puntos
comunes y fórmulas compartidas, o sea, vasos comunicantes que van de uno a otro
en cuanto a oficio, estilo y poética? Ahí lo dejo para profundizar quizá en
otro momento más propicio que éste.
Hay
que leer y releer a José Iniesta para desentrañar tanto resplandor porque “es
gozo y es fervor la maravilla/ de no saber decir tanta belleza”. La Lírica es
la diosa que guía sus pasos y su pensamiento. No sé por qué al terminar de leer
“El eje de la luz” me vino una cita de los Evangelios, Jn 14: “Yo soy el
Camino, la Verdad y la Vida”, quizás porque esas palabras talismanes (como
reliquias líricas) trazan un recorrido, posible y auténtico, dentro de la
poética de este libro; ya que el poeta nos muestra aquí su luz, su camino, su
verdad y su vida, divinizando así su material poético y existencial como una
especie de indagación/revelación sagrada a través de la palabra hecha poesía y
sacrificio. Qué más se le puede pedir a José Iniesta, este hombre y poeta que
nos entrega “el oro que (le) dieron/ la luz de las palabras”, y que es todo
cuanto posee de valor real y duradero. Se pregunta en la página 30 “¿qué
espacio ocupa en ti el alma mía?”, y le podríamos responder que el destello de
un excelente conjunto de poemas en los que respiramos el aire y la luz que
habita en ellos. Y aunque nos dice en la
página 40 “qué ciencia más sabrosa no ser nadie”, no puede encenderse una luz,
como la que proyecta José Iniesta, para esconderla debajo del celemín, sino que
debemos encumbrarla para que ilumine toda la estancia de lo que llaman Parnaso.
Opiniones
de lector
Custodio
Tejada
29
de enero de 2018
custodiotejada.blogspot.com.es
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